Nunca me sentí tan yo hasta el día en el que me volví uno con el mar. Aún recuerdo la sensación de la arena tocando las plantas de mis pies. Aún recuerdo respirar y sentir la sal merodeando en el aire. Aún recuerdo la temperatura del agua, esa tibieza tan linda y perfecta en la que el cuerpo de pronto se olvida de sus fronteras y comienza a sentirse infinito. Aún recuerdo la luz del sol, de ese sol que pasa todo el día intentando encontrar la manera de quedarse por siempre en el horizonte, buscando llenar el cielo de más atardeceres, y no se rinde, y se aferra, y aunque todas las noches fracasa, al día siguiente abre los ojos y de nuevo lo vuelve a intentar. Y las olas, con su golpeteo tan característico, ese que pareciera ser una repetición de lo mismo, hasta que por una vez en la vida cierras los ojos y detienes el tiempo, tan solo un segundo, y en ese instante el oído se afina tanto, al grado de encontrarle a cada ola su singular manera en la que suena al chocar.

En unos momentos quería hundirme, en otros flotar, romperme en la arena, yo quería volar. Y dentro de mí sentí cómo mi corazón latía cada vez más lento, hasta que ya no lo pude escuchar. Todo se detuvo a mi alrededor, y aunque el sol se quedó inmóvil, por primera vez sentí su calor. Y pensé en mí, pensé en ti, y pensé en nosotros. Pensé en lo mucho que estaba aprendiendo sobre el amor, sobre la vida, y sobre otras tantas cosas… y pensé en tu sonrisa, en tu boca, en el tiempo que me llevó entender que con prisa, o sin ella, a cada cual le llega lo que le toca. Creo que así es como llegaste, porque si te soy sincero no era lo que esperaba: partir con el freno puesto sabiendo que esto algún día expiraba. Después de tanto desmadre en mi corazón, creo que eso no era lo que necesitaba. ¿Para qué la forzaba?

Respiro profundo, mientras el agua a mi alrededor de nuevo sigue su rumbo. Por dentro siento cómo mis pulmones crecen y me inflan el pecho, y me siento completo, me siento con paz, con esa paz que sentí el día que te vi en aquel café. A pesar de mis inseguridades. A pesar de mis fobias sociales. Si te soy sincero, siento que tú te volviste esa prueba que necesitaba experimentar. Necesitaba aprender que soy capaz de tomarme las cosas más despacio, que puedo pararme a respirar. Que está bien de vez en cuando dejar de pensar en mañana, y disfrutar lo que hoy me toca disfrutar. Por eso guardo en mi mente tantas fotos: de lugares especiales contigo, de ratos tontos. Encontré en cada segundo a tu lado una oportunidad de parar el tiempo y aprender a observar la vida pasar. Alguna vez te lo dije, y lo sostengo: de verdad te agradezco por esto, aunque nos dure lo que nos tenga que durar. Que el tiempo se vuelve infinito solamente cuando lo dejas de pensar. Así aprendí a dejar de sentir los días contigo como uno menos, y comencé a verlos como uno más. Dejé de voltear a ver el reloj: platicando juntos, de ti, de mí, de tus sueños y de los míos, y escucharte se volvía eso que yo esperaba con ansias toda la semana, no solo por lo que decías, sino por cómo te expresabas, porque sé que tú no te puedes dar cuenta de eso, pero cuando hablas de las cosas que te apasionan hay algo que se enciende en tu mirada, como si reflejara tu alma, aunque a veces me la escondas, y en lugar de verme a los ojos voltees nerviosa hacia abajo cuando me hablas… aunque me digas que ya hablaste mucho, que si fueras yo, te callaba.

Así, sin darnos cuenta, las horas volaban, hasta que ya era demasiado tarde y me decías que estabas cansada. Y aún faltaba mi instante favorito: besarnos al despedirnos lo era, lo admito. Poder sentir que todo pasa a segundo plano, sentir que me derrito, como si tus labios fueran esa órbita en la que gravito. Y al despedirnos finalmente me tocaba aterrizar, y pensar en cuál iba a ser el siguiente lugar al que te querría invitar. No terminaba ni siquiera de pensar, cuando abrías la puerta nuevamente y me pedías un último beso en la frente, y te decía “detente, mejor bésame lentamente, quiero grabar este instante para siempre en mi mente.” Y te reías de mí, y yo de ti, y los dos de nosotros… Y entonces te vas. De la puerta de mi coche a tu casa cuento los veinte pasos que das, hasta que subes un par de escalones que a menudo sueles brincar. Atraviesas la puerta, hasta no verte más. “Buenas noches. Duerme bonito. Acabo de llegar”.

El mar tiene algo especial ¿no lo crees? Es tan finito e infinito a la vez, como si tuviera una capacidad enorme de limpiar a uno por dentro, aunque solo durante un corto tiempo. Después hay que salir, que la vida sigue y no se va a parar. Y así, mientras abro los ojos, escucho de nuevo a las gaviotas volar. Y te veo aquí, de frente, sonriendo, extendiéndome tu mano e invitándome a nadar. “Volvamos a la orilla. Sentémonos entre la gente. Veamos caer el sol.” Y yo, por dentro, sintiéndome el más afortunado de que existamos tú y yo.