Te dijeron que he estado buscándote y ésa no es la verdad…

Te he encontrado cuando amanece y los primeros rastros de luz se cuelan a mi habitación y me invitan a despertar, aunque la mayoría de las veces me quede ahí, inmóvil sobre la cama, con los ojos cerrados, como apretándolos fuerte e imaginando que al abrirlos ahí vas a estar. Y los abro, y ahí estás: en el calor del sol y en esa estela que entra por mis ojos y se refleja infinitamente por dentro, haciéndolos brillar.

Te he encontrado incluso en ese aroma a mañana que el aire trae consigo cuando entra por la ventana… en esa mezcla de olores que provocan los árboles renaciendo con la primavera, en la fragancia de las flores brotando lentamente del suelo, en el agua que escapa de la bruma y termina por caer cada día para darle vida y esencia a la tierra. Y todo huele a ti y a tu piel, todo huele al perfume que habita en tu cuello y en mis sábanas y en esa playera que algún día me pediste prestada y jamás me pude volver a poner.

Te he encontrado en cada nueva experiencia que se aventura por mi boca, en ese sabor a mar tan propio de las lágrimas, esas que caen por tanta tristeza y felicidad y que a veces lastiman. Ese sabor que me remonta a tantos años atrás: a esos veranos en la casa de la abuela cuando lo más importante carecía de relevancia y lo único que nos preocupaba era encontrar una silla en la mesa para poder probar ese nuevo platillo que nos habría de cocinar. Es así con cada bocado, con cada nueva receta que quiero experimentar, preguntándome siempre por dentro “¿esto le irá a gustar?” Y me consume esa emoción casi inocente de no esperar nada y recibirlo todo, y de ese modo la angustia desaparece y se vuelve paz y calma, y pienso en el sabor y la textura de tus labios, en esa forma tan hermosamente peculiar de tu boca, en mi alma navegando tu cuerpo como si estuviese en algún tour por europa, encontrando en cada centímetro de ti una nueva sensación, un nuevo mundo en donde no exista nada ni nadie y solo existamos tú y yo.

Te he encontrado de día y de noche, en el frío y en el calor, en compañía y en soledad: en esos ratos duros que pesan y duelen y me hacen sentir que termino fundiéndome en la cama, como si mi peso aumentase cien veces y el colchón lograse envolverme y hacerme parte de él. En esos momentos, cuando los sentidos se apagan y uno se apachurra al escuchar ese pequeño murmullo saliendo del tocadiscos, mientras la música viaja y rebota y se apropia de cada rincón de mí, y es ahí cuando escucho tu voz cantando, con esa estúpida habilidad de aprenderte las mil canciones que te ponga, de mover tus labios como si hablaras pero sin querer que te escuchen… y sin embargo te escucho, y te siento, y tu voz se clava completamente en mí; me arropa, me abriga, me acompaña y me hace perder el miedo aunque sea por unos segundos, y en medio de esa serenidad que me brindas vuelvo a sentir frío y calor a la vez, como si tu voz fuese el punto medio perfecto en donde por fin encuentro la manera de detenerme, la manera de ser.

Te he encontrado aquí, te he encontrado allá, te encuentro tan lejos y tan cerca a la vez, en el viento soplando fuerte de norte a sur y haciendo escala por mi cuerpo, provocando erupciones en toda mi piel. Te encuentro hoy, te encuentro ayer. Te encuentro enredada en las sábanas, mirándome fijo con esos ojos color miel; y yo no paro de repetirte “acércate ya, por favor bésame”. Me pides que te abrace y con mis brazos me aferro fuertemente a ti: a tu esencia, a tu luz, a tu boca, a la forma en que rozas mi cuerpo y lo que tu voz en mí provoca. 

Te dijeron que he estado buscándote y hoy vengo a decir la verdad: que no te he buscado, que no te voy a buscar, porque en cada sentido de mi vida, sin buscarte, te he logrado encontrar.