Por más que intento recordar el día en el que te fuiste no he podido lograr ubicarlo. He llegado a pensar que incluso antes de dejar de vernos ya no estabas conmigo y cala muy dentro esa maldita sensación de que si hubiera sabido tus planes de marcharte quizá hubiera tenido la oportunidad de hacer algo para que te quedaras dentro de mí, aunque fuera un momento más.

Ayer caminaba por tu parque favorito, esa plaza casi mágica frente a la Heladería, hogar de baldosas desgastadas y jardines agotados, y sentí cómo el corazón me comenzó a palpitar rápidamente con tan solo imaginar que podría encontrarte sobre alguna de esas bancas oxidadas disfrutando tu nieve favorita. Creo que hubiera dado lo que fuera porque estuvieses ahí. Estos días han sido tan dramáticamente fríos, que con tan solo escucharte o sentir uno de tus mágicos abrazos, podrías haberme brindado un poco de brillo.

Te extraño y te odio. O más bien odio sentir que te extraño tanto, y ese odio duele porque a mi cabeza le cuesta hacerse a la idea de que mis días sean tan distintos desde que te fuiste. Y te juro que he hecho todo lo posible para tratar de que no sea así, pero ni los libros, ni la meditación, ni el yoga, ni las cincuenta idas a terapia me han ayudado a entender por qué tu ausencia se siente tanto. Te lo juro que en ocasiones te extraño como si a mi alma le faltase un pedazo y por eso me costase tanto sonreír. De verdad extraño sonreír. Extraño ser la persona alegre y optimista que era contigo; la que siempre inventaba planes imposibles para disfrutar juntos en el futuro, la misma persona que hoy extraña tu manera de reconfortarme, de hacerme sentir único, de ayudarme a luchar contra mi ansiedad y mi inseguridad, contra cada uno de mis defectos y demonios; extraño como nunca tu manera de darme un empujón cuando más lo necesitaba, y vaya que ahora lo necesito. Te juro que lo necesito.

Decía Andrés Caicedo que la vida después de los 25 años era un desvarío, y ahora más que nunca lo entiendo. A él también se le fue un pedazo de vida y no logró poder volver a darle sentido a sus días. No sé si se fue él, o un pedazo de él, o un pedazo de alguien… Al fin de cuentas ¿de qué sirve un rompecabezas cuando has perdido alguna de sus piezas? Es imposible de armar. Creo que por eso perdí la fe en la terapia. Me hacía vivir en un mundo que no era real; me brindaba piezas que por sí solas lucían hermosas pero al usarlas no encajaban en los huecos de mi rompecabezas… como si fueran ejercicios que me hacían encontrar soluciones tan frágiles que al dar un paso fuera del consultorio comenzaban a desmoronarse hasta sentir que había regresado nuevamente al lugar en el que inicié.

Lo intenté. Lo intenté una y otra vez: descubrirme, deconstruirme, reconstruirme; es tan fácil pensar que mientras más charlas se tienen, las cosas más llevaderas se vuelven. Ojalá así fuera. Ojalá mi cuerpo fuera un modelo para armar como lo imaginaba Cortázar: un summum de lo que es, lo que puede ser y lo que ni siquiera imagino. Aunque despierte y te imagine. Aunque camine y te imagine. Aunque recuerde y te imagine. Aunque muera y te imagine. Te imagino. Te imagino aquí a mi lado preguntándome “¿por qué escribes lo que escribes? ¿Por qué todas las mañanas abres los ojos y lo primero que haces es convencerte de que ya no existo? ¿O sí existo?”. En ocasiones ni siquiera logro escucharte. Veo y grito y toco la tierra con mis manos y entre mis dedos escapa cada grano como diciendo “tú ni si quiera te tienes y me quieres tener a mí”. Como si algún día te hubiera tenido. ¿O es que ni siquiera te has tenido tú? ¿Nos tuvimos? Porque sigo sintiendo tu voz extraviada aquí en el pecho. Los murmullos de la gente te silencian y a veces me pregunto si en realidad quien me habla por las noches eres tú o solamente soy yo. Aunque me destruya llegar a la conclusión de que solo soy yo.

Corazón: he intentado de todo, te lo juro; desde ir a tus lugares favoritos hasta cortarme el pelo y cambiar no solamente en apariencia sino también de gustos. Cambié mis hábitos, mis lugares favoritos; cambié de amigos. He llegado, quizá estúpidamente, al punto de conformarme con sonreírle a la gente y pretender que todo va bien, que dentro de mí nada falta y que tu ausencia ya no cala, aunque a veces sienta que cala muy profundo. Creo que por eso últimamente he encontrado refugio en los lugares remotos. Me gusta encontrar esas burbujas en donde puedo dejar de actuar. Me gusta voltear al cielo y sin esforzarme ver tu silueta en la luna. Tú eras mi luna, ¿recuerdas? Eras o eres o serás siempre mi luna y sin ti las noches se han vuelto insoportablemente oscuras. Hoy escribo y me vacío desde esa oscuridad. Hoy es una madrugada más en la que despierto y el ruido me roba el sueño. Hoy hace frío y entre la penumbra busco el interruptor para salir corriendo de la prisión de mi habitación, de la prisión de mi cuerpo. Entro al cuarto de baño, enciendo la luz, y te veo en el espejo… y aunque te ves igual físicamente, quizá con algunos kilos de menos, o algunas arrugas de más, te ves diferente y me cuesta reconocerte. Me miras fijamente y me intentas convencer de que no has cambiado, de que todo va bien. Pero muy profundo sé que nada va bien, aunque sonrío y sonríes, y parpadeo y parpadeas y balbuceo y balbuceas. Lo veo en tus ojos… y nuestros ojos gritan que sin ti, sin mí, nada va bien.